LA ULTIMA BATALLA
Vistió con toga de seda arábiga ( trofeo de algún botín de guerra) su torso, bajo la coraza de cuero, trabajada como por un orfebre, con incrustaciones metálicas, para preservarlo de arteras estocadas que pudiesen abordarlo desprevenidamente.
Calzó sus botas diseñadas igual que su coraza; y enfundó en la parte lateral de sus piernas dos prominentes dagas de distintos filos y formatos, adiestradas con la agilidad de un felino, a la hora de tener que hundirlas en un enemigo,
Finalmente, luego de blandir su espada para verificar que el aire también podría ser trasvasado por ella, la acunó en su pesado cinto, y acomodándose su casco imponente (de oro puro exageraba la chusma) se dispuso a partir junto a otros valientes soldados, para enfrentar una nueva epopeya.
Se despidió cariñosamente de los dos valores más grandes que tenía, muy por encima del propio Rey.
Marchó así una vez más, a enfrentar a enemigos despiadados, tratando de conquistar riquezas, para el regocijo de su familia, quien en definitiva era su único valuarte.
Nadie, más que su mujer y su hija, solían enorgullecerse tanto de sus victorias, nadie.
Pero tampoco nadie supo acompañarlo, cuidando sus flancos o su retaguardia, en feroces combates que le tocó librar pretendiendo salir victorioso a poco de comenzar su marcha.
Nadie supo decirle tampoco, el tiempo que iba trascurriendo desde su partida, y los obstáculos en su sendero, se iban multiplicando.
Existió no obstante una época, en que era el soldado más admirado, inteligente y audaz, dotado de las mejores aptitudes en el campo de batalla, y aún soliendo ofrecer pactos dignos a sus enemigos, cuando se rendían a sus pies.
Pero ahora, a medida que el tiempo avanzaba vertiginosamente, sus artes de la guerra no lograba lucirlos como él esperaba.
Ya no tenía tampoco un hábil general, que lo guiara con estrategias acertadas.
Y sintió entonces los efectos de la envidia, que lenta pero implacablemente, fueron carcomiendo los cimientos de toda su vida de triunfador, por los cobardes que no lograban tolerar su virtuosismo.
Las sombras de un gran guerrero, quedaban sembradas a su paso, como frías y oscuras antípodas del ayer, tal como lo recordaba en su alma.
Se dirigió entonces a la montaña más elevada deL territorio.
Trató de percibir desde allí, tan distante - en vano, desde luego - alguna señal que le indicara que al menos sus dos grandes amores, continuaban aguardándolo como lo hacían en sus épocas de esplendor.
Y descendió feroz, al no recibir ningún eco entrañablemente esperado, para enfrentar la última batalla, de la campaña que obstinadamente había emprendido.
Hasta que fatalmente tuvo que emprender la retirada del campo de honor y muerte, llevando como único premio esta vez, heridas profundas, que no cicatrizarían nunca, sobre todo las de la asunción de su fracaso.
Trató de recomponer como pudo, su ya irrecomponible figura.
Y luego de mucho andar, con el remordimiento que suele martirizar a los dignos que han debido conocer la humillación, arribó a su hogar, cansado, pero orgulloso de haber hecho lo imposible por reiterar sus gloriosos retornos de otros tiempos.
Alguien le confió mucho tiempo después, que hubo un hechizo en su ausencia, organizado por su detractores, esos que envidiaban su prestancia y maestría, y ya nada volvió a ser igual, según cuenta la chusma, tampoco en su propio hogar.
Sólo así pudo explicarse por qué las miradas se dirigieron ese día, tan sólo a sus manos, llagadas de tanto luchar hasta con ellas tan sólo, luego de perder hasta sus dagas.
Y al no observar esta vez, ningún símbolo ostentoso de riqueza material alguna, inexplicablemente su adorada mujer, la luz de sus ojos, con su hija aferrada atrás suyo a la cintura, casi hipnotizada, le indicó el camino de la salida de su propia casa, impetrándole duramente algo que él nunca imaginó, podría surgir de esos amados labios.
- A mi lado yo necesito tan sólo a un triunfador - le arrojó a su rostro - y a ti ya se te han vencido todos los tiempos. Ya veo que nunca más serás el mismo, ni yo la que alguna vez conociste.
De todas las heridas que fue cosechando en su legendaria historia, hubo una nueva, que no lo abandonaría jamás, era la profunda huella en una de sus mejillas, de la lágrima, que curiosamente, nunca dejó de aflorar, desde aquél día de su mayor desolación, en la que fue auténticamente, su última batalla perdida.